20 de noviembre, Día internacional de los derechos del niño. Empezamos bien.
Sí, ya sé que la convención peina canas, pero digo yo que desde el 20 de noviembre de 1989 hasta ahora, ha habido tiempo suficiente para cambiarle el nombre. Sobre todo si tenemos en cuenta que en 2015, la Asamblea General de la ONU aprobó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, en cuyo objetivo número 5 «Lograr la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas», especifica que «[…] A pesar de estos logros, todavía existen muchas dificultades: las leyes y las normas sociales discriminatorias continúan siendo generalizadas, las mujeres siguen estando infrarrepresentadas a todos los niveles de liderazgo político[…]». En fin. Obviamente, no es esto lo más grave de la situación en el mundo de niñas, adolescentes, jóvenes, adultas y mayores, mujeres todas ellas. Pero no estar presentes en los textos, en el lenguaje, sigue contribuyendo a no estar presentes en el imaginario colectivo; y lo que me parece más importante, contribuye a no estar presentes en el diseño y puesta en marcha de las políticas públicas. Las mismas chicas y chicos que participaron en el VI Encuentro Estatal de Consejos de Participación Infantil y Adolescente, celebrado online hace escasas semanas (el pasado mes de octubre), al revisar los ODS, recogían sus conclusiones y propuestas en el Manifiesto de infancia y adolescencia 2020. Desde el tejido asociativo llevamos años incorporando esta perspectiva en nuestras hojas de ruta. En cada acción, en cada proceso. Por eso, nosotras conmemoramos hoy, en su completa diversidad, el Día Universal de la Infancia.
Pero no me quiero detener aquí, que el objeto de sentarme a escribir sobre participación infantil no era, únicamente, hablar de la perspectiva de género que la atraviesa transversalmente, sino más bien reflexionar un poco sobre lo que ha traído hasta aquí y, sobre todo, lo que queremos hacer a partir de ahora.
La convención de los derechos «de la infancia»
El artículo 12 de la convención dice:
«Los Estados Partes garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio el derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones del niño, en función de la edad y madurez del niño. Con tal fin, se dará en particular al niño oportunidad de ser escuchado, en todo procedimiento judicial o administrativo que afecte al niño, ya sea directamente o por medio de un representante o de un órgano apropiado, en consonancia con las normas de procedimiento de la ley nacional».
El artículo 13, por su parte, es el que la convención dedica al derecho a la libertad de expresión. El artículo 14, a su vez, consagra «el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión». Finalmente, el artículo 15 afirma «el derecho a la libertad de asociación y a la libertad de celebrar reuniones pacíficas».
Y a estos artículos nos venimos refiriendo desde hace 31 años para hablar de «participación infantil».
Capacidad para participar
En primer lugar, se habla de «el niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio», excluyendo de ese derecho a aquellas niñas y niños que no posean dicha característica. También condiciona que esas opiniones se tendrán en cuenta «en función de su edad y madurez». Obviamente, somos las personas adultas quienes establecemos cuál es esa «madurez» necesaria. Tampoco lo hacemos a lo loco, claro que no. Entiendo que el artículo se refiere a aquella infancia que no ha desarrollado completamente sus capacidades intelectuales, emocionales y sociales, determinadas, en gran medida, por los estudios y conclusiones científicas de la psicología del desarrollo (entre otras cuestiones determinadas, como aquellas referenciadas por el marco jurídico de protección de la infancia) Es decir, a la gente pequeña de 0 a 17 años. Porque parece ser que al cumplir los 18 años (en la mayoría de países), esas mismas capacidades que el día antes estaban creándose, en desarrollo o en evolución, se terminan de descargar mágicamente en el disco duro de nuestra madurez. Y ya se puede participar.
Es evidente que para ejercer el derecho a la participación es necesario «saber» participar. Es decir, poseer los conocimientos, habilidades y actitudes personales que permitan ejercer ese derecho. Pero, ¿cuántas personas adultas saben realmente participar? ¿Muchas, algunas, todas…? ¿Alguien sabe el porcentaje? En realidad, ¿medimos la capacidad de las personas adultas cuando participan en algún proceso de toma de decisiones, para comprobar la concordancia entre su edad y su madurez? ¿Cuántos programas municipales, comarcales, autonómicos… fomentan la formación para la participación, para que esas personas adultas que legalmente pueden participar, sepan hacerlo de la mejor forma posible? Obviamente me opondría con todo mi ser a que alguna persona o grupo pretendiera limitar el derecho a participar, en función de la capacidad de la gente para tomar decisiones, votar en una elecciones o cualquier otra expresión de participación social, ciudadana y/o comunitaria. Pero desde hace tiempo me pregunto: ¿por qué lo hacemos con la infancia y la adolescencia? Sí, ya sé, una niña de tres años igual necesita mucho acompañamiento para participar… Pero, ¿no lo necesita también una persona que no ha podido ir a la escuela y no sabe leer? A mí no se me ocurriría impedirle a esa persona a la que ya se le ha negado un derecho como el de la educación (por poner un ejemplo), obstaculizar también su acceso a otro igual de importante, como es la participación. ¿Por qué no nos cuesta ningún esfuerzo hacerlo con esa niña?
Al final nos encontramos con un artículo que ha sido, durante todos estos años, la bandera de la participación infantil, que circunscribe a un concepto algo relativo, la capacidad de participar de la infancia. Y que, realmente, no habla de participación real, sino más bien de una participación simbólica o decorativa. Según Hart (Hart, A. R. La participación de los niños: De la participación simbólica a la participación auténtica. Editorial Nueva Gente, Bogotá, Colombia, 1993), la participación se define en relación «con los procesos de compartir las decisiones, que afectan la vida propia y la vida de la comunidad en la cual se vive. Es el medio por el cual se construye una democracia y es un criterio con el cual se deben juzgar las democracias. La participación es el derecho fundamental de la ciudadanía».
Los niños y niñas han de participar en todos aquellos ámbitos que les conciernen, no sólo porque en tanto que ciudadanía tienen derecho a ello, sino porque contar con su participación mejorará el funcionamiento de los ámbitos en los que ésta se produzca.
La participación infantil que soñamos
En Ítaca llevamos varios años dándole una vuelta de tuerca a este artículo 12 de la convención, intentando convertirlo en algo que va más allá de la mera representación o de esa voz que las adultas debemos escuchar. Intentando empujarlo a la parte más alta de la «Escalera de la participación» desarrollada por Roger Hart (que fue originalmente formulada por Sherry Arnstein en 1969), es decir, llevarlo a la toma de decisiones auténtica de niños y niñas en aquellos temas que les conciernen. Sí, sí. Decidir. No sólo escuchar su voz (que nos gusta, que es fundamental, pero que no deja de ser la mirada adulta, la participación de arriba abajo) sino generar las condiciones para que puedan analizar, proponer y decidir por ellas mismas, por ellos mismos. La propuesta es generar un espacio propio para la infancia, en la que, acompañadas por las personas dinamizadoras (que facilitan, observan, guían, resuelven dudas, ofrecen recursos…), sean capaces de analizar un aspecto cotidiano, para acabar proponiendo posibles soluciones, construyendo sus propias respuestas. Y que esas «respuestas» sean explicadas desde su genuina visión del mundo.
Sólo imponemos tres condiciones para que las propuestas puedan ser formuladas y debatidas antes de la toma de decisiones: todas ellas deben ser sostenibles, viables y para todo el mundo (que significa que todas las diversidades deben ser consideradas). Si cumple las tres, la propuesta tiene cabida en el debate. Porque se debate; al menos se contempla como parte del proceso. No siempre lo conseguimos, lo de debatir digo, porque a veces se ponen de acuerdo con asombrosa y solidaria rapidez.
Y para ese debate, es importante que el lenguaje, los tiempos, la forma de poner en común y de tomar decisiones, sean las suyas. Su voz. No la adulta, habitualmente más rígida, organizada, sin sorpresas y estéticamente impecable. Nosotras les acompañamos, pero son ellas quienes le dan forma a su asamblea, consejo, foro, reunión o pleno. Si quieren cantar su propuesta, que la canten. Si quieren utilizar un kahoot, que lo hagan. Si votan con gomets, que sean de muchos colores. Si utilizan cartulinas, papel reciclado, disfraces o música, nuestra tarea es asegurarnos de que pueden (porque ya nos han dicho que lo quieren).
Porque si van a decidir en algo real, si nadie determina sus discursos, sus propuestas, tampoco nadie los retoca para que sean «adultamente correctos». Porque su voz, debe ser siempre la propia. Aguda, grave, con faltas de ortografía, escrita a mano en una cartulina o con pintura de dedos. Sin tamizar, sin cribar. Sin más filtros que los suyos (más allá de los que ellas y ellos encuentren en Tik-Tok).
Noelia Valero
Coordinadora de Proyectos de Itaca-ASC